martes, mayo 17, 2011

62. Autoridad

Fecha: 01 de mayo de 2011


TEMAS: Autoridad, Libertad, Educación.


RESUMEN: 1. Las demás personas reconocen en aquel que tiene autoridad una sabiduría y un conocimiento que les inspira confianza para seguir sus consejos y obedecer sus indicaciones.

2. Para inspirar confianza en los hijos es importante considerarles, darles la importancia que se merecen como personas. La confianza recíproca supone reconocerse como personas que sienten, que piensan, que asumen los razonamientos en la medida de su capacidad personal.

3. ¡A cuántos padres les falta tiempo para escuchar a sus hijos y para atenderles en sus problemas! El padre debe ponerse al servicio de la educación de su hijo para someterse a su tiempo y a sus necesidades sin intentar imponer su tiempo y su agenda.

4. Los padres que no confían en sus hijos les protegen en exceso, como si fueran de cristal, y no les dejan ser autónomos, esto es, personas capaces de sí mismas.

5. Los hijos deben tener libertad de movimientos, porque son libres y al fin y al cabo, antes o después, vivirán su propia vida independiente. El verdadero servicio de los padres será marcar las líneas del campo de juego.

6. Lo que los padres pretenden al educar a sus hijos es que en su vida sean buenas personas, no que sean personas obedientes.

7. La autoridad del padre debe suponer una educación de la libertad del hijo al que debe hacer ver que la libertad propia no es un valor absoluto, sino un medio, un instrumento para lograr una vida mejor, más humana, más verdadera.

8. Para educar la libertad de los hijos es imprescindible enseñarles a amar la Verdad, así, con mayúsculas. La verdad solo se ama con libertad, sin imposiciones, dejándose seducir por su resplandor que todo lo ilumina.

* * * * *

SUMARIO: 1. La autoridad es confianza.- 2. La autoridad es un servicio.- 3. La autoridad para la libertad.

1. La autoridad es confianza

Muchos padres se preguntan cómo hacer para conseguir que sus hijos les obedezcan y sigan sus consejos. Piensan que les falta la necesaria autoridad para convencer a sus hijos por la simple razón sin tener que recurrir al imperativo de la paternidad.

La autoridad, en palabras de Álvaro d’Ors, es el saber socialmente reconocido por las demás personas que reconocen en aquel que tiene autoridad una sabiduría y un conocimiento que les inspira confianza para seguir sus consejos y obedecer sus indicaciones.

La autoridad se opone frontalmente a la potestad que es el poder socialmente reconocido a quien no se tiene en cuenta lo mucho o poco que pueda conocer y saber, pero a quien se obedece porque tiene fuerza de coacción y capacidad de doblegar las voluntades.

Se podría decir que la autoridad se reconoce y se estima[1], se apetece y se desea, mientras que el poder se teme y se soporta. Tenemos confianza en una persona porque estamos persuadidos de que sabe y nos puede aconsejar bien, le buscamos y deseamos estar con él, contarle nuestros problemas y dificultades y seguir sus consejos porque confiamos en que nos hará bien todo lo que nos recomiende. De la misma manera que al buen médico se le obedece no por la fuerza, sino en la confianza de que nos devolverá la salud porque sabemos que tiene la ciencia suficiente para ello.

La autoridad personal es un valor conseguido con la experiencia, con los conocimientos y también con la propia vida. Los conocimientos se adquieren por el estudio y el trabajo, pero la autoridad es consecuencia de una vida ejemplar. Inspira confianza quien tiene una buena vida. Y esto ya no depende de los conocimientos adquiridos, sino de la vida de cada cual.

Para inspirar confianza es necesario provocar en los demás el convencimiento de que recibirán bien de esa persona y no mal. Inspira confianza la buena gente que viene a ser la gente buena. Esta buena gente no han nacido así, buenos sin más, sino que se llega a ser buena persona como consecuencia de un largo recorrido de exigencias y renuncias para mejorar personalmente. Y el resultado final de ese camino es la bondad personal que inspira confianza y otorga autoridad.

Pero la autoridad que se basa en la confianza no es una relación única, sino que es recíproca porque también está basada en una relación inversa: la del hijo frente al padre. Se reconoce autoridad al padre porque se confía en su sabiduría y en su bondad, en que nos hará bien y nos enseñará lo que nos conviene. Pero además —y no menos necesario— porque el padre también tiene confianza en el hijo y espera su mejora personal, su crecimiento humano.

Así resulta que la autoridad inspira confianza en el hijo, pero también precisa confianza en él para llegar a la convicción de que no será tiempo perdido el que se emplee en su educación y enseñanza. Esta confianza recíproca de uno con el otro tiene un nexo de unión común que es el cariño. Desde el cariño se puede construir la confianza recíproca y tener autoridad.

Sin embargo, a veces, se puede pensar que con el cariño basta y es suficiente. Basta con querer a los hijos para educarles. No es así, es necesario querer a los hijos, sin cariño no se puede educar bien, y no se tendrá autoridad, pero el cariño no es suficiente. Hace falta algo más. Es necesario quererles bien que es lo mismo que querer el bien de los hijos, y esto es algo más que simplemente quererles.

Para conseguirlo hay que tener en cuenta que estamos siempre en presencia de otra persona, de otra manera de ver y de sentir. Es necesario tener paciencia con ellos, para saber esperar los resultados y el tiempo oportuno en cada momento y con cada persona. Pero, sobre todo, es importante considerarles, darles la importancia que se merecen como personas. La confianza recíproca supone reconocerse como personas que sienten, que piensan, que asumen los razonamientos en la medida de su capacidad personal.

La confianza y la consideración personal son el extremo opuesto a la agresividad, la imposición, el desinterés por la opinión ajena y la exigencia en el logro de los resultados. Los padres con autoridad saben esperar, deben esperar y confían en sus hijos: por esto les conceden un margen de decisión y de actuación y son lo opuesto a la disciplina militar.

2. La autoridad es un servicio

¡A cuántos padres les falta tiempo para escuchar a sus hijos y para atenderles en sus problemas! Sí, es cierto, son problemas de niños. Pero no es menos cierto que son «sus» problemas y para ellos son los problemas más importantes que tienen en su vida por no decir que son los únicos problemas que hasta el momento tienen. El tiempo es un gran aliado en la autoridad. Se debe contar con el tiempo y saber que la educación necesita del tiempo para producir resultados.

Pero el tiempo no es absoluto. No es el tiempo que marcan las agujas del reloj: siempre igual, siempre matemático, cada hora de sesenta minutos: ni uno más, ni uno menos. No, el tiempo de la personas es «su tiempo» y por ser personal de cada uno es un tiempo relativo. Cada persona necesita su tiempo y es necesario saber ponerse a disposición del tiempo de cada uno y asistir a su ritmo de crecimiento.

Se podría decir que la autoridad se ejerce como el hijo quiere que se ejerza con él, aún sin percatarse de esto muy bien. El padre debe ponerse al servicio de la educación de su hijo para someterse a su tiempo y a sus necesidades sin intentar imponer su tiempo y su agenda. Esto es difícil pero es necesario[2]. Cuando esto no se cumple, cuando el padre quiere imponer su tiempo al hijo, la autoridad desaparece de escena y aparecen los defectos de la autoridad.

Los hijos no son de cristal ni de ningún otro material extraño. No se rompen si se equivocan, al revés, solemos aprender mucho de nuestros errores, sobre todo, si detrás está un padre que nos hace ver en qué nos equivocamos. Los padres que no confían en sus hijos les protegen en exceso, como si fueran de cristal, y no les dejan ser autónomos, esto es, personas capaces de sí mismas.

La autoridad está reñida con la rigidez. El padre autoritario no cambia de opinión porque piensa que esa actitud supondría mostrar su lado débil, su capacidad de equivocarse y hasta de cambiar. Pero el hijo debe aprender lo correcto, no lo que diga su padre y la mejor educación será enseñarle a cambiar de opinión cuando esté equivocado. Lo importante no es tener la razón siempre y no equivocarse, lo importante es amar la verdad, desear hacer las cosas bien y no tener miedo a cambiar si es necesario[3].

Los hijos deben tener libertad de movimientos, porque son libres y al fin y al cabo, antes o después, vivirán su propia vida independiente. El verdadero servicio de los padres será marcar las líneas del campo de juego: dentro de las líneas se puede vivir ordenadamente, con corrección, como viven las personas honradas. «Si te sales de las líneas estás fuera de juego. Cuando seas mayor nadie te va a impedir salirte de las líneas y jugar haciendo trampas. Pero eso no es válido».

3. La autoridad para la libertad

Pero la autoridad de los padres no es una imposición de los propios criterios en los hijos. No se trata de fabricar «clones» de los padres que piensen, actúen y se comporten como se comportan sus padres. Se trata de educar el ejercicio de la libertad de los hijos. Los hijos —como nosotros— somos seres libres. No somos libres porque nos hayan concedido la libertad en alguna declaración de ciudadanía. Somos libres por constitución, no existe un hombre que no sea libre, ni siquiera en ese rescoldo de su corazón donde queda la libertad interior de cada hombre de decir sí o no y de aceptar o renegar de su propia mordaza.

La autoridad de los padres es para la educación de la libertad de sus hijos porque queremos que nuestros hijos sean personas con la libertad bien educada que les permita apetecer lo bueno y rechazar lo malo, lo cual pareciendo tan evidente no deja de traer de cabeza a media humanidad.

Hay que contar con que el hombre no apetece naturalmente lo bueno. Por alguna misteriosa razón, en nuestra naturaleza existe una apetencia al desorden, al mal, que se ha llamado la concupiscencia. Pero somos libres para seguir el apetito o para seguir nuestra razón natural que nos dice «haz el bien y evita el mal».

No lo olvidemos nunca. Lo que los padres pretenden al educar a sus hijos es que en su vida sean buenas personas, no que sean personas obedientes. Las buenas personas obedecen, pero con cabeza y cuando no tienen que obedecer a nadie, saben obedecerse a sí mismos, es decir, a los dictados de su conciencia. Los que solo son obedientes no pasan de ser personas decentes si les dieron buena instrucción, pero no sabrán hacia donde deben orientar su vida.

La autoridad no se reduce al ejercicio del poder paterno y al dictado de órdenes concretas: «haz esto, no hagas lo otro, evita aquello, cuidado con lo de más allá». La autoridad así entendida supone una permanente limitación de la libertad del hijo que vive comprimida como un muelle hasta que alcanza la independencia paterna y vive su propia vida.

La autoridad del padre debe suponer una educación de la libertad del hijo al que debe hacer ver que la libertad propia no es un valor absoluto, sino un medio, un instrumento para lograr una vida mejor, más humana, más verdadera. La libertad es para el bien y no es para la libertad misma y menos aún la libertad es para el mal ni propio ni ajeno.

La vida es elegir y cuando se elige se acepta una opción y se desecha la contraria. De lo que se trata es de enseñar a elegir lo bueno y de desechar lo malo. No solo por una cuestión ética, sino porque en la vida real y práctica lo bueno hace felices a las personas y lo malo les hace infelices. El mal es atractivo, pero no satisface mientras que el bien da la felicidad.

Pero esto hay que concretarlo en un aquí y ahora de cada uno y de cada día. Hay elecciones fundamentales donde la persona se la juega —no se puede mentir, hay que decir la verdad— y siempre se debe elegir la opción buena. Si uno elige la mentira se equivoca de camino. Y ahí está el Decálogo como un buen resumen de la buena vida que se debe practicar y enseñar.

Hay otras elecciones que no son fundamentales, pero deben ser decididas igualmente. Uno puede elegir unos estudios u otros. Para estas elecciones es necesario aplicar el sentido común que nos enseña a no matar moscas a cañonazos, ni leones con tirachinas. No se trata de ser perfectos, sino de ser prudentes y saber elegir en función de las circunstancias del caso y hasta de saber que debemos pedir ayuda cuando estemos atascados.

Para educar la libertad de los hijos es imprescindible enseñarles a amar la Verdad, así, con mayúsculas. La verdad solo se ama con libertad, sin imposiciones, dejándose seducir por su resplandor que todo lo ilumina. ■

Felipe Pou Ampuero



[1] Alfonso Aguiló, Autoridad y autoritarismo, www.interrogantes.net

[2] Victoria Cardona Romeu, Defectos de autoridad, www.vidadefamilia.com.

[3] Pablo Pascual Sorribas, Cómo lograr una autoridad positiva, ACI digital.

No hay comentarios: