domingo, febrero 04, 2007

22. Democracia

Fecha: 1 de febrero de 2007
TEMAS: Política, Verdad, Bien común.

RESUMEN: 1. La democracia se basa en el gobierno de la mayoría. Esto implica que una mayoría impone sus criterios, sus ideas y sus opiniones a una minoría que es la que no gobierna, lo cual es aceptable siempre que la cuestión pueda ser decidida por criterios de mayoría.

2. Pero la democracia no es un valor absoluto, no es un referente moral que nos dice con criterios de verdad o de bondad lo que está bien o lo que es correcto. La democracia es un procedimiento y en cuanto tal debe estar delimitado por sus fines, que son los fines que hacen bien al hombre.

3. La grandeza de la democracia es ponerse al servicio de la verdad, del bien común y de la justicia. Se podría enunciar así: todos juntos queremos lo mejor para todos.

4. Sin educación moral no hay democracia posible porque faltarían los cimientos necesarios sobre los que edificar decisiones mayoritarias moralmente aceptables. Es claro que sin verdad —sin conocimiento— no existe verdadera libertad. La libertad sólo es posible si existe la información.

5. El compromiso moral que se pretende no es otra cosa que la convicción de que la persona humana posee una dignidad y un valor inalienable y que la libertad no es lo mismo que arbitrariedad.

6. El cristiano sabe donde está la Verdad y por esto está abierto a todo lo que hay de justo, verdadero y puro en las culturas y en las civilizaciones, pues nada que sea verdadero puede ser extraño a la Verdad.

SUMARIO: 1. Democracia.— 2. Educación moral.

1. Democracia

En nuestros días estamos asistiendo a una verdadera exaltación de la democracia como un sistema de gobierno perfecto, el mejor de todos, y, a decir de algunos, insuperable en lo futuro. La democracia se basa en el gobierno de la mayoría. Esto implica que una mayoría impone sus criterios, sus ideas y sus opiniones a una minoría que es la que no gobierna.

En un principio, tales bases de actuación no son objetables siempre y cuando la cuestión decidida o gobernada pueda ser decidida por criterios de mayoría o de cantidad. Es decir, siempre y cuando la cuestión decidida sea opinable. En tales casos es indiferente que se adopte una decisión u otra distinta. Ante la equivalencia de dos o más decisiones podemos estar de acuerdo todos en que se adopte la decisión más votada no tanto porque sea la mejor, sino porque es la que agrada a mayor número de votantes o, dicho al contrario, la que desagrada a los menos votantes posibles.

Pero tales cuestiones opinables no son mejores o peores unas respecto de las otras, porque si unas fueran peores que otras lo lógico sería elegir la mejor solución. Esto es lo que hacemos siempre. Cuando vamos a comprar una bicicleta elegimos la mejor, la más idónea. Si voy a pasear por el campo será una bicicleta de campo, no me servirá una de carretera y menos aún una de carreras porque además de pincharse las ruedas enseguida no tendrá la fuerza suficiente para andar por los caminos y por el monte.

En mi caso la bicicleta de monte es mejor que la de carreras y no debo elegir la de carreras. Luego viene la cuestión del color, los radios, los cambios y otros accesorios. Todas estas cuestiones pueden ser más o menos importantes, pero no son transcendentales y desde luego son opinables. Si voy a ser el único usuario de la bicicleta decidiré lo que más me guste a mí, pero si vamos a ser varios usuarios lo mejor es decidir con el voto de todos, es decir, con el voto de la mayoría.

Lo mejor o lo peor no lo decide la mayoría. Porque la mayoría no es criterio de verdad o de raciocinio. La mayoría es criterio de elección, sólo de elección. La mayoría no es criterio de bondad, o de maldad. No hace malo lo bueno, ni hace bueno lo malo. Matar a un inocente es malo. Y si lo vota la mayoría sigue siendo malo. Y si la mayoría es abrumadora, casi unánime y decide que determinada raza debe desaparecer... pues seguiría siendo una decisión mala aunque eso sí: casi unánime.

Y es que la democracia es un sistema de gobierno para la administración —buena se entiende— de las cosas ordinarias. Pero la democracia no es un valor absoluto, no es un referente moral que nos dice con criterios de verdad o de bondad lo que está bien o lo que es correcto. La democracia es un sistema, un medio, un instrumento que nos damos los hombres y que está muy bien para lo que está indicado. Pero la democracia no es un fin en sí mismo. La democracia por la democracia es —con perdón— un absurdo.

El fin de la vida de los hombres es la felicidad, la verdad, el bien. El fin de la vida de los hombres no es la democracia. Y la democracia podrá ayudarnos a conseguir el fin de una vida si se orienta hacia ese fin. Pero si la democracia se orienta hacia sí misma lo único que se conseguirá es una mayoría. Una mayoría para nada.

La democracia es un procedimiento y en cuanto tal debe estar delimitado por sus fines, que son los fines que hacen bien al hombre y son fines de los hombres no fines de la democracia. El sentido de la democracia se acaba en el resultado del procedimiento de adopción de acuerdos por mayoría.

Si la democracia fuera el referente último de la conciencia de los hombres, el criterio del bien y del mal, deberíamos concluir que el bien y el mal quedarían determinados por las sucesivas decisiones de quienes en cada momento histórico ejercieran el poder. Ahora blanco, mañana verde y pasado naranja... No puede ser. El bien es el Bien y el mal es el Mal. No son mudables. Lo que es el Bien para el hombre no depende de la decisión de unos gobernantes.

Porque además a los gobernantes no se les exige ninguna aptitud para evaluar lo bueno y lo malo. Tendrían que decidir sobre lo que no saben. Los enfermos no acuden al ayuntamiento para que la corporación municipal decida por mayoría qué medicina o tratamiento les conviene: «a favor de la aspirina un 52% y a favor de la operación de apendicitis aguda un 35%; el resto se abstiene hasta que aprueben una partida presupuestaria especial».

La democracia tiene una tarea mucho más noble y magnánima que el simple recuento de votos y la formación habilidosa de mayorías. La grandeza de la democracia es ponerse al servicio de la verdad, del bien común y de la justicia. Se podría enunciar así: todos juntos queremos lo mejor para todos. La democracia no es simplemente una cuestión de procedimiento, sino de ideas, de ideales y de compromisos con la moralidad[1].

La democracia no es un sistema completo de vida. Es más bien una manera de organizar la convivencia de acuerdo con una concepción de la vida anterior y superior a los procedimientos democráticos y a las normas jurídicas[2]. Queremos vivir en un Estado de Derecho donde el imperio de la ley somete al mismo poder. Este hecho de someter el poder al Derecho nos remite a la idea de cómo surge el Derecho. No surge de un simple acuerdo de voluntades de ciudadanos. El Derecho surge del afán de conseguir la Justicia y de dar a cada uno lo que le corresponde, lo suyo. Lo contrario sería un abuso de fuerza, un comportamiento incivilizado. Y para esto se han seguido criterios de verdad y de razón, no de mayorías y de recuentos de votos. La Edad Moderna ha expresado un conjunto de elementos normativos en las diversas declaraciones de derechos y los ha sustraído al juego de las mayorías[3]. Nadie nos preguntó si votamos a favor o en contra de los derechos del hombre y de la mujer...

Todo este sentido y fin de la democracia se deteriora cuando las instituciones políticas centran el objetivo real de sus actividades no en conseguir el bien común de los ciudadanos, sino el bien particular de un grupo, de un partido o de una determinada clase de personas, tratando para ello de conseguir el poder y de perpetuarse en él[4].

En una verdadera democracia no son las instituciones políticas o los partidos políticos los que configuran las convicciones personales de los ciudadanos, sino que es exactamente al contrario: son los ciudadanos los que han de conformar las instituciones políticas y los mismos partidos y actuar en ellos según sus propias convicciones morales, de acuerdo con su conciencia, siempre a favor del bien común[5].


2. Educación moral

Por todo lo dicho es claro que sin educación moral no hay democracia posible porque faltarían los cimientos necesarios sobre los que edificar decisiones mayoritarias moralmente aceptables. Una educación moral que consiste en un verdadero compromiso personal de cada ciudadano con la verdad y con el bien.

Porque es claro que sin verdad —sin conocimiento— no existe verdadera libertad. La libertad sólo es posible si existe la información. Es evidente que quien se cree libre pero está engañado, en el error, no puede ser libre[6]. Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente. En una sociedad donde no se llama la atención sobre la verdad y donde se renuncia a alcanzarla, se debilita toda forma de ejercicio auténtico de la libertad[7].

Y esta educación moral debe partir en primer lugar de los propios ciudadanos, pero auspiciada y sostenida por el propio poder a quien honra el fomento de la enseñanza moral. No basta con que los legisladores sigan exclusiva y casi mecánicamente los sondeos de opinión. La legislación en una democracia debe contar con los imperativos morales y conseguir la verdad y el bien común por encima de las corrientes de opinión. No podemos olvidar que la Historia reciente nos demuestra que en nombre de la mayoría se han cometido las mayores atrocidades contra la Humanidad. No basta con tener la mayoría, además se debe tener la razón que, en absoluto, es equivalente a tener la mayoría.

El compromiso moral que se pretende no es otra cosa que la convicción de que la persona humana posee una dignidad y un valor inalienable y que la libertad no es lo mismo que arbitrariedad. Estos principios son básicos y ayudan a compartir la vida con quienes piensan de otra manera —porque les respetamos— y a saber mantener las propias convicciones sin ceder a las corrientes de opinión —porque la verdad no está en venta—.

El cristiano sabe donde está la Verdad y por esto está abierto a todo lo que hay de justo, verdadero y puro en las culturas y en las civilizaciones, pues nada que sea verdadero puede ser extraño a la Verdad.

La democracia es un medio, un instrumento que el cristiano tiene a su disposición para opinar y para influir eficazmente en los ámbitos culturales, económicos, sociales y políticos, que le permitan transmitir la fe a las nuevas generaciones y le impulse a construir una cultura cristina capaz de llevar la Verdad a la cultura actual[8].

«Para muchos cristianos la desesperanza es una verdadera tentación (...) la Iglesia y la salvación del mundo no son obra nuestra, sino empresa de Dios. (...) La Iglesia no pone nunca su esperanza ni encuentra su apoyo en ninguna institución temporal, pues sería poner en duda el señorío de Jesucristo, su único Señor»[9].


Felipe Pou Ampuero
[1] Weigel, George, Política sin Dios, Ediciones Cristiandad, S.A., Madrid, 2005, p. 109.
[2] Conferencia Episcopal Española, LXXXVIII Asamblea Plenaria, Orientaciones morales ante la situación actual de España. Madrid, 23 de noviembre de 2006, n.53.
[3] Card. Joseph Ratzinger, Las bases morales prepolíticas del Estado liberal, Munich, 19 de enero de 2004. www.zenit.org.
[4] Conferencia Episcopal Española, LXXXVIII Asamblea Plenaria, ob. cit. n.57.
[5] Conferencia Episcopal Española, LXXXVIII Asamblea Plenaria, ob. cit. n.53.
[6] Otxotorena, Juan Miguel, Libres y verdaderos, Alfa y Omega, 8 de diciembre de 2005.
[7] Congregación para la Doctrina de la Fe, Compromiso y conducta de los católicos en la vida política., Vaticano, 24 de noviembre de 2002, n. 7.
[8] Conferencia Episcopal Española, LXXXVIII Asamblea Plenaria, ob. cit. n.37.
[9] Conferencia Episcopal Española, LXXXVIII Asamblea Plenaria, ob. cit. n.24.