domingo, septiembre 13, 2009

46. Caridad verdadera (1 de 2)

Fecha: 01 de septiembre de 2009

TEMAS: Caridad, Desarrollo, Economía.

RESUMEN: 1. ¿Puede la Iglesia intervenir en los problemas del mundo, de la sociedad, o debe quedarse apartada de ellos sin inmiscuirse en asuntos temporales? Es la pregunta y el reproche que muchos se hacen.

2. La doctrina de la Iglesia no está para solucionar los problemas de los hombres que ellos pueden solucionar con sus propios medios y con su inteligencia y trabajo.

3. Los deberes delimitan y encauzan los derechos para situarlos en sus justos límites como un compromiso al servicio del bien. Pero esto supone que existen unos deberes objetivos que no son “disponibles” por los hombres ni por los parlamentos, sino que obligan a todos y les comprometen.

4. En realidad, las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos.

5. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación trascendente de Dios Padre.

6. La verdad del desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el hombre y de todos los hombres, no es verdadero desarrollo. El primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad. El ser humano no es un átomo perdido en un universo casual, sino una criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado desde siempre.

7. Ir más allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor.

8. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social.


SUMARIO: 1. La Iglesia en el mundo.- 2. El deber y el derecho (n. 43 a 52).- 3. El verdadero desarrollo (n. 21 a 24).- 4. El verdadero capital es el hombre (n. 25 a 33).- 5. La experiencia del don (n. 34 a 42).

1. La Iglesia en el mundo

El 29 de junio de 2009, fiesta de San Pedro y San Pablo, el Papa Benedicto XVI publicó su tercera encíclica con el título Caritas in veritate. La encíclica tiene 79 parágrafos que se dividen en 6 capítulos, una introducción y la conclusión final, con un total de 159 notas finales.

La encíclica se enmarca dentro de las encíclicas de la doctrina social de la Iglesia. La primera fue la Rerum Novarum de León XIII en 1891 en la Edad Moderna y al final de la revolución industrial con todos los problemas humanos que marcó la etapa industrial, el uso y abuso de la mano de obra en los procesos de producción, tanto de hombres como de mujeres y de niños. La Rerum Novarum fue un hito importante que recordó la dignidad de la persona por encima de los beneficios de la producción y de la riqueza económica del capitalismo.

Para conmemorar los 40 años de la anterior y para responder a las preguntas y cuestiones que dejaba la gran depresión del 29 y la primera guerra mundial, Pío XI publicó en 1931 la Quadragesimo Anno.

En 1961 Juan XXIII publicó la Mater et Magistra en pleno Concilio Vaticano II y en 1967 Pablo VI publicó la Populorum Progressio que vino a ser como la Rerum Novarum de la Edad contemporánea con las cuestiones que planteaban los tiempos actuales y las que se adivinaban por venir.

En 1988 Juan Pablo II publicó la Sollicitudo Rei Socialis y en 1991 —para conmemorar el centenario de la Rerum Novarum— publicó la encíclica Centisimus Annus en la que, una vez caído el muro y los bloques en 1989, parecía que toda la doctrina social de la Iglesia iba a cambiar, cuando en realidad no había cambiado nada sino los problemas planteados.

Así llegamos hasta el año 2009 con Benedicto XVI en que podemos apreciar que se trata de una encíclica escrita para cada uno de nosotros, dirigida a todos los fieles laicos y a todos los hombres de buena voluntad, sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad.

La pregunta inicial es la siguiente: ¿puede la Iglesia intervenir en los problemas del mundo, de la sociedad, o debe quedarse apartada de ellos sin inmiscuirse en asuntos temporales? Es la pregunta y el reproche que muchos se hacen cuando ven a unos obispos participar en una manifestación en defensa de la vida, o a unos sacerdotes opinando sobre el derecho de voto, o a la Conferencia Episcopal dando criterios morales sobre la vida política.

¿La Iglesia tiene derecho a opinar en la sociedad moderna? Sí y en estos asuntos también porque la Iglesia tiene los medios necesarios para ayudar a descubrir la verdad y tiene la revelación sobre la verdad del hombre que ilumina la verdadera realidad del mundo y del hombre.

La Iglesia, además, no se encuentra fuera del mundo, como segregada o apartada del mismo como si fuera ajena a las cosas de este mundo que sólo las tolerara como inevitables. No, la Iglesia está en el mundo y quiere acompañar al hombre en sus problemas actuales, los de cada época y con su dificultad. Esta es su misión y el anuncio de la buena nueva.

Pero la Iglesia no viene a dar soluciones técnicas a la crisis económica actual (n. 9), ni ahora ni nunca. La doctrina de la Iglesia no está para solucionar los problemas de los hombres que ellos pueden solucionar con sus propios medios y con su inteligencia y trabajo. Este es el plan de Dios que la Iglesia no quiere ni puede estorbar. La Iglesia no da soluciones pero sí ilumina con los principios católicos que ahora el Papa nos dice que son principios humanos porque son naturales por estar en la naturaleza del hombre y de la Creación.

El Papa apunta las raíces de estos problemas que entre otras son dos: 1) el positivismo jurídico que se considera autosuficiente para definir lo justo y lo debido; y 2) el relativismo moral que se considera independiente de cualquier referencia o medida ajena a la voluntad mayoritaria de un parlamento.

2. El deber y el derecho (n. 43 a 52)

En la actualidad muchos piensan que se han hecho a sí mismos y no tienen deberes para con nadie, sólo tienen derechos. Están llenos de derechos a todo y parece que no tienen ningún deber.

Sin embargo, la existencia de los derechos se justifica como medio para cumplir unos deberes que son anteriores y que tienen un fin esencial que es hacer el bien. Tenemos el deber de hacer el bien en todas sus formas y para cumplir este deber podemos decir que tenemos derechos.

Sin los previos deberes, los derechos se convierten en deseos arbitrarios y superficiales que satisfacen el propio bienestar y no hacen bien a nadie. Así se acaba defendiendo el presunto derecho a hacer locuras y a justificar cualquier vicio y desorden tan solo porque “me apetece” y nada más. Los derechos desvinculados de los previos deberes se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias sin ningún criterio que hace olvidar los más elementales deberes, como respetar y cuidar a los propios hijos, a los padres, al cónyuge… etc.

Por el contrario, los deberes delimitan y encauzan los derechos para situarlos en su justo límite como un compromiso al servicio del bien. Pero esto supone que existen unos deberes objetivos que no son “disponibles” por los hombres ni por los parlamentos, sino que obligan a todos y les comprometen.

Estos son los deberes morales, la ética de la cual está necesitada la economía y la vida social y el desarrollo, pero no de una ética cualquiera, sino de una ética amiga de la persona que se sustenta sobre dos pilares indisponibles: 1) la inviolable dignidad de la persona como imagen de Dios; y 2) el valor trascendente de las normas morales naturales. La naturaleza no se inventa, se descubre, y la naturaleza humana tampoco se inventa, sino que también se descubre en cada hombre. Esta ética es la única capaz de corregir los defectos económicos y no amoldarse a las presiones de la economía.

Dentro de estos deberes se incluye el deber de respetar el medio ambiente como un don de Dios para todos los hombres. La naturaleza es un don de Dios que obedece a un designio de amor, no a un capricho o un caos del azar. La naturaleza es la consecuencia del amor de Dios y habla del Creador. Pero la naturaleza no es más importante que los hombres, porque está a su servicio. La salvación del hombre no viene de la naturaleza, sino de Cristo.

Resulta sintomático que el hombre trata a la naturaleza como se acaba tratando a sí mismo. Y en esto se refleja la actitud del hombre actual ante la naturaleza. La sociedad consumista y hedonista se despreocupa de la naturaleza y de los daños que le causa. Es necesario cambiar de estilo de vida para buscar la verdad, la belleza y el bien para que éstos sean los criterios que determinen las opciones de inversión.

Al final el compromiso con el bien nos desvela la verdad y que la misma no se fabrica o se inventa por los hombres, sino que se encuentra en Dios, que es Verdad y Amor. La verdad no es un producto humano que derive de una deliberación o acuerdo de hombres o gobiernos, sino que la verdad es anterior al hombre y para todos los hombres se convierte así en un deber, el deber de buscar la verdad y de acogerla en nuestra vida.

3. El verdadero desarrollo (n. 21 a 24)

El verdadero desarrollo del hombre no es el técnico, ni el económico, sino el desarrollo integral del todo el hombre y de todos los hombres. Y como el hombre es naturaleza animal y racional, el desarrollo también debe ser racional, es decir, desarrollo moral. Se debe desarrollar el alma del hombre y su perspectiva de la vida eterna sin la cual todas las aspiraciones del hombre se quedan encerradas en el simple tener cosas y bienes, pero no le hacen mejor al hombre. De lo contrario el hombre pierde la oportunidad de estar disponible para bienes más altos, para las iniciativas más grandes y desinteresadas que la caridad exige.

Pero este desarrollo integral del hombre no lo realiza él sólo con sus propias fuerzas sino que necesita la ayuda de quien le conoce. A lo largo de la Historia el hombre ha creído poder hacerlo sólo y ha creado instituciones que se han encargado de este desarrollo. En realidad, las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos. Este desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado. Además el encuentro con Dios permite al hombre darse cuenta que los demás hombres son otra imagen de Dios, no simplemente otros distintos de mí, sino más bien esencialmente iguales a él de quienes se tiene que ocupar y preocupar.

Pero la cuestión es: ¿qué significa «ser más»? A esta pregunta, Pablo VI responde indicando lo que comporta esencialmente el «auténtico desarrollo»: «debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo el hombre».

La verdad del desarrollo consiste en su totalidad: si no es de todo el hombre y de todos los hombres, no es verdadero desarrollo. Éste es el mensaje central de la Populorum progressio, válido hoy y siempre. El desarrollo humano integral en el plano natural, al ser respuesta a una vocación de Dios creador, requiere su autentificación en «un humanismo trascendental, que da al hombre su mayor plenitud; ésta es la finalidad suprema del desarrollo personal». Por tanto, la vocación cristiana a dicho desarrollo abarca tanto el plano natural como el sobrenatural; éste es el motivo por el que, «cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el “bien”, empieza a disiparse».

En la Encíclica Populorum progressio, Pablo VI señaló que las causas del subdesarrollo no son principalmente de orden material. Nos invitó a buscarlas en otras dimensiones del hombre. Ante todo, en la voluntad, que con frecuencia se desentiende de los deberes de la solidaridad. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar adecuadamente el deseo.

El subdesarrollo tiene una causa aún más importante que la falta de pensamiento: es «la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos». Esta fraternidad, ¿podrán lograrla alguna vez los hombres por sí solos? La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna.

Pero se ha de subrayar que no basta progresar sólo desde el punto de vista económico y tecnológico. El desarrollo necesita ser ante todo auténtico e integral. El salir del atraso económico, algo en sí mismo positivo, no soluciona la problemática compleja de la promoción del hombre, ni en los países protagonistas de estos adelantos, ni en los países económicamente ya desarrollados, ni en los que todavía son pobres.


4. El verdadero capital es el hombre (n. 25 a 33)


El mercado, al hacerse global, ha estimulado, sobre todo en países ricos, la búsqueda de áreas en las que emplazar la producción a bajo coste con el fin de reducir los precios de muchos bienes, aumentar el poder de adquisición y acelerar por tanto el índice de crecimiento, centrado en un mayor consumo en el propio mercado interior.

Estos procesos han llevado a la reducción de la red de seguridad social a cambio de la búsqueda de mayores ventajas competitivas en el mercado global, con grave peligro para los derechos de los trabajadores, para los derechos fundamentales del hombre y para la solidaridad en las tradicionales formas del Estado social.

El primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: «Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social».

El ser humano no es un átomo perdido en un universo casual, sino una criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado desde siempre. Si el hombre fuera fruto sólo del azar o la necesidad, o si tuviera que reducir sus aspiraciones al horizonte angosto de las situaciones en que vive, si todo fuera únicamente historia y cultura, y el hombre no tuviera una naturaleza destinada a transcenderse en una vida sobrenatural, podría hablarse de incremento o de evolución, pero no de desarrollo.

La caridad no excluye el saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro. El saber nunca es sólo obra de la inteligencia. Ciertamente, puede reducirse a cálculo y experimentación, pero si quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros principios y de su fin último, ha de ser «sazonado» con la «sal» de la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor.

Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad. Pero ir más allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor.

Pablo VI vio con claridad que una de las causas del subdesarrollo es una falta de sabiduría, de reflexión, de pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora, y que requiere «una clara visión de todos los aspectos económicos, sociales, culturales y espirituales». La excesiva sectorización del saber, el cerrarse de las ciencias humanas a la metafísica, las dificultades del diálogo entre las ciencias y la teología, no sólo dañan el desarrollo del saber, sino también el desarrollo de los pueblos, pues, cuando eso ocurre, se obstaculiza la visión de todo el bien del hombre en las diferentes dimensiones que lo caracterizan.


5. La experiencia del don (n. 34 a 42)

La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone a todo la productividad y la utilidad.

A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí mismo, que procede —por decirlo con una expresión creyente— del pecado de los orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: «Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres» (Centesimus annus, n. 25).

Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social. Además, la exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a «injerencias» de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han desembocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente por eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían.

La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios.

La Iglesia sostiene siempre que la actividad económica no debe considerarse antisocial. Por eso, el mercado no es ni debe convertirse en el ámbito donde el más fuerte avasalle al más débil. La sociedad no debe protegerse del mercado, pensando que su desarrollo comporta ipso facto la muerte de las relaciones auténticamente humanas.

La victoria sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo en la mejora de las transacciones basadas en la compraventa, o en las transferencias de las estructuras asistenciales de carácter público, sino sobre todo en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión.

Las actuales dinámicas económicas internacionales, caracterizadas por graves distorsiones y disfunciones, requieren también cambios profundos en el modo de entender la empresa.

La gestión de la empresa no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios, sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a la vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores de los diversos elementos de producción, la comunidad de referencia. En los últimos años se ha notado el crecimiento de una clase cosmopolita de manager, que a menudo responde sólo a las pretensiones de los nuevos accionistas de referencia compuestos generalmente por fondos anónimos que establecen su retribución.

Juan Pablo II advertía que invertir tiene siempre un significado moral, además de económico. Se ha de reiterar que todo esto mantiene su validez en nuestros días a pesar de que el mercado de capitales haya sido fuertemente liberalizado y la moderna mentalidad tecnológica pueda inducir a pensar que invertir es sólo un hecho técnico y no humano ni ético. No se puede negar que un cierto capital puede hacer el bien cuando se invierte en el extranjero en lugar de invertirlo en la propia patria. Pero deben quedar a salvo los vínculos de justicia, teniendo en cuenta también cómo se ha formado ese capital y los perjuicios que comporta para las personas el que no se emplee en los lugares donde se ha generado. Se ha de evitar que el empleo de recursos financieros esté motivado por la especulación y ceda a la tentación de buscar únicamente un beneficio inmediato, en vez de la sostenibilidad de la empresa a largo plazo, su propio servicio a la economía real y la promoción, en modo adecuado y oportuno, de iniciativas económicas también en los países necesitados de desarrollo.

Felipe Pou Ampuero