miércoles, noviembre 01, 2006

19. Laico


Fecha: 1 de noviembre de 2006

TEMAS: Religión, Fe, Vida pública.

RESUMEN: 1. Laico quiere decir «uno del pueblo». Un laico es uno del pueblo de Dios que además y a la vez es uno del Estado de Derecho, un fiel de la Iglesia que además es un ciudadano.

2. La esencia de la democracia es que cada uno pueda proponer, no imponer, las ideas y planes que tenga por conveniente y que quien alcance la mayoría de apoyos consiga que su proposición salga adelante.

3. Si no aceptamos algo porque «huele a cristiano, aunque sea conveniente» quien sale perdiendo no son los cristianos, sino la sociedad democrática, cristianos y no cristianos. Y este planteamiento aparte de poco democrático y nada razonable es muy empobrecedor.

4. El laico en todo caso debe actuar como tal cristiano en coherencia con los principios morales y éticos de la Iglesia que son los de su fe. No faltarán ocasiones para profesar las propias creencias aunque más como una consecuencia del planteamiento personal de las cuestiones que como el origen de las mismas. Será la propia actuación del cristiano la que profesará su fe en la vida pública y si no es así podemos estar seguros de que algo importante no está funcionando como se esperaba.

5. Porque, a fin de cuentas, ser cristiano no es frecuentar tal o cual práctica, ni seguir una lista de mandamientos y deberes; ser cristiano es, ante todo, creer en Dios.

SUMARIO: 1. Uno del pueblo.- 2. La plaza pública.- 3. La profesión de la fe.- 4. Un lugar en la sociedad.

1. Uno del pueblo

La palabra laico viene del término griego laikós y éste a su vez viene de la palabra laos que quiere decir pueblo. De aquí se deriva que entonces laico quiere decir «uno del pueblo»[1]. En el lenguaje cristiano laico se aplica a quien pertenece al pueblo de Dios y, de manera especial, a quien por no tener funciones y ministerios vinculados al sacramento del Orden no forma parte del clero. Los clérigos son el Papa, los Obispos, los presbíteros y los diáconos.

Además hay que recordar a cierto número de religiosos o consagrados que emiten votos pero no reciben las órdenes sagradas y que deberían ser considerados laicos. Sin embargo, por su estado de consagración ocupan un lugar especial en la Iglesia y se distinguen de los demás laicos. De esta manera el Concilio consideró laicos a los que no son clérigos ni religiosos[2].

Laico en términos constitucionales se podría traducir como uno del Estado de Derecho, es decir, como «un ciudadano». Un sujeto de derechos y de deberes, un titular de libertades. Así nos encontramos con que un laico es uno del pueblo de Dios que además y a la vez es uno del Estado de Derecho, un fiel de la Iglesia que además es un ciudadano.

Pero ante esta dualidad del laico, que por otra parte es natural y espontánea, se plantea la cuestión de si el laico por ser fiel de la Iglesia tiene la libertad necesaria para actuar en la vida pública. Se piensa que ser cristiano supone abdicar de la esencial libertad de poder elegir entre distintas opciones posibles para participar en la vida pública.

Sin embargo, la libertad así entendida queda muy alejada del compromiso político que cualquiera reclama y considera esencial en quien se dedique a la vida pública. El cristiano tiene que actuar en la vida pública como a él personalmente le parezca que debe actuar. Esto a su vez significa que la actuación coherente del cristiano tiene que ser una cuestión de autenticidad personal y no tanto de confesión religiosa. Si un cristiano no defiende el aborto, no es porque la Iglesia se lo prohíba, sino porque el aborto es un crimen. La Iglesia puede ayudar al cristiano y enseñarle la verdad de las cosas, pero no puede imponer una actuación política de los cristianos.


2. La plaza pública

Y este hecho de comparecer el cristiano con los demás ciudadanos, que son sus iguales, en la plaza pública para exponer sus ideas y sus razonamientos no es nada anormal. Todo lo contrario. La proposición cristiana del bien común, de la educación y de la vida y las demás cuestiones que son fundamentales en la vida de todo hombre no es un proposición religiosa o confesional, —siéndolo—, sino que es ante todo una proposición democrática. Porque esto es la esencia de la democracia que cada uno pueda proponer, no imponer, las ideas y planes que tenga por conveniente y que quien alcance la mayoría de apoyos consiga que su proposición salga adelante.

La democracia es la búsqueda de la verdad por medio del consenso y la mayoría, pero no la abdicación de la verdad. Tampoco es la democracia una imposición autoritaria de ninguna idea o propuesta y menos una lucha de poder. En esta democracia tiene cabida el cristiano, y el no cristiano. Y el derecho del laico a comparecer en la plaza pública junto con los demás del pueblo para hablar de las cosas comunes como las entiende un cristiano es un derecho de lo más democrático del mundo.

Porque en el ámbito democrático no importa tanto el origen de las ideas como que las ideas sean buenas y ayuden a conseguir el bien común. Esto es lo importante. Si no aceptamos algo porque «huele a cristiano, aunque sea conveniente» quien sale perdiendo no son los cristianos, sino la sociedad democrática, cristianos y no cristianos. Y este planteamiento aparte de poco democrático y nada razonable es muy empobrecedor.

Con las buenas soluciones debemos estar siempre porque antes o después nos acercan a la verdad y en la verdad se encuentra el bien común y la justicia social que son las metas de la política y del sistema democrático.

Buscar estas metas y luchar por alcanzarlas no limita al ciudadano ni lo condiciona, ni le priva de su libertad, sino que lo libera realmente porque le permite ser más persona, más de lo que él mismo es y menos de lo que no es.

El cristiano tiene el mismo derecho que los demás ciudadanos a participar en la vida pública sin tener que renunciar a nada que los demás no renuncien. Porque la esencia de la vida pública es participar en la construcción del bien común y para eso hay que aportar, no hay que renunciar. Es uno más y sus propuestas pueden ser aceptadas o rechazadas, pero siempre sobre la base de la argumentación racional[3]. A fin de cuentas lo que es verdaderamente importante no es qué inspira a un ciudadano sus propuestas, sino que tales propuestas sean sólidas, eficaces y procuren un bienestar común y una mejora respecto de la situación anterior. Y esto es lo que hay que valorar.

La medida de toda política es la justicia. Pero la razón práctica no siempre tiene la lucidez necesaria para discernir la solución justa ante el deslumbramiento de los intereses particulares y el afán de poder. La Iglesia puede ayudar a purificar la razón de las interferencias del poder y los intereses, pero no es su misión actuar en las realidades temporales. Al laico como ciudadano del Estado sí le corresponde en primera persona esta actuación que consiste en configurar rectamente la vida social, respetando la legítima autonomía de las cosas temporales y cooperando con los demás ciudadanos[4].


3. La profesión de la fe

Y en toda esta actuación en la vida pública de los laicos surge la pregunta de si el laico está obligado a profesar su fe en el ámbito político[5]. Desde luego no cabe duda que una cosa es profesar públicamente su fe y otra que pueda actuar desoyendo a su conciencia y sin coherencia con su fe.

Empecemos por esto segundo. El laico en todo caso debe actuar como tal cristiano en coherencia con los principios morales y éticos de la Iglesia que son los de su fe. Lo contrario además de absurdo sería una burla y en fraude para sus conciudadanos quienes esperan que el cristiano actúe como tal y no como lo contrario a lo que es. Esta coherencia es la que se espera de cualquier ciudadano sea de la creencia que sea. Por tanto, el laico no puede prestar su apoyo a medidas que sean injustas o que vayan contra la doctrina de la Iglesia, ni aun cuando se pretendiera una finalidad deseable o buena puesto que nunca el fin puede justificar los medios ilícitos empleados.

Pero volviendo a la primera pregunta, la profesión pública de la fe, habrá que responder que a pesar de la importancia personal que puede tener, en sí mismo, es un dato secundario y más propio del cotilleo personal que de la acción pública. En la medida que al sistema democrático lo que le interesa son las proposiciones bien argumentadas que busquen y faciliten el bien común es indiferente que estas soluciones tengan la etiqueta de cristianas o no. Si son buenas nos tenemos que encontrar del mismo lado porque en el bien y en la verdad estaremos siempre juntos.

Sin embargo, seguro no faltarán ocasiones para profesar las propias creencias aunque más como una consecuencia del planteamiento personal de las cuestiones que como el origen de las mismas. El cristiano está llamado a plantear a la sociedad cuestiones fundamentales sobre el hombre y el bien común que la buena fe y el amor a la verdad presentan como irrenunciables. Tales son el respeto de la vida desde su concepción hasta su muerte natural; el renacimiento de la familia fundada en el matrimonio indisoluble de un hombre con una mujer; el derecho de los padres a educar a sus hijos; el derecho de cada hombre a expresar libremente su religión y creencias; el desarrollo de la economía al servicio del hombre y del bien común; la solidaridad de los hombres y de los pueblos; la paz de las naciones...

Será la propia actuación del cristiano la que profesará su fe en la vida pública y si no es así podemos estar seguros de que algo importante no está funcionando como se esperaba. El cristiano camuflado o mimetizado con la sociedad no será un auténtico cristiano.


4. Un lugar en la sociedad

Y a todos nos alcanza comprender que para ocupar cargos públicos hay que tener preparación y además oportunidad. Presidente sólo hay uno, diputados más y concejales algunos más, pero aún así se acaba pronto la lista de ocupaciones. No sé si podré tener esa oportunidad o no. Lo que sí sé es que hoy mismo sí puedo ser un buen ciudadano. Responsable de la cosa común. Que no deja el mundo donde vide fuera de su hogar, sino que lo hace pasar a su casa cada vez que entra en ella, para compartir con su mundo sus quehaceres, sus inquietudes, sus esperanzas. Comprometido para dar y seguir participando en la construcción de la casa de todos.

Y esto se hace cada día, en la escuela y en la fábrica, en la oficina y en el almacén, en la parada del autobús y en el ascensor, en el trabajo y en las vacaciones. Siempre tengo la ocasión de comprometerme en ser un buen cristiano que muestre a los demás que la vida es importante, que el hombre es digno y valioso, que los derechos humanos nos pertenecen por derecho propio, que Dios existe y adorarle nos ennoblece, que la violencia no soluciona los problemas, que perdonar es propio de los hombres...

Porque, a fin de cuentas, ser cristiano no es frecuentar tal o cual práctica, ni seguir una lista de mandamientos y deberes; ser cristiano es, ante todo, creer en Dios, esperarlo todo de Él y querer amarle a Él y al prójimo de todo corazón[6]. El objetivo de los laicos en su vida pública es la renovación moral de la sociedad, restaurar la adecuada jerarquía de valores donde el hombre esté por encima de las cosas, el ser por encima del tener y el amor por encima de la mera satisfacción.

Es preciso un cristiano a la altura de los tiempos modernos que vivimos, como siempre ha sido necesario un cristiano a la altura de su tiempo. El gobierno de las cosas temporales requiere más de principios morales que de acuerdos internacionales que todos dudan de su cumplimiento. «La suerte futura de la humanidad está en manos de aquellos que sean capaces de transmitir a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (Gaudium et Spes, 31,3).



Felipe Pou Ampuero

[1] Juan Pablo II, Catequesis sobre los laicos, Audiencia general, 27 de octubre de 1993.
[2] Cfr. Lumen gentium, 31.
[3] Cesar Izquierdo, Libertad del cristiano en su acción social y política, Nuestro Tiempo, julio-agosto 2006, nº 625-626, p.99.
[4] Benedicto XVI, Enc. Dios es Amor, n.28.
[5] Cesar Izquierdo, op. Cit. P.107
[6] Jacques Philippe, La libertad interior, Patmos, Madrid, 2005, p.108.

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