Fecha: 01 de marzo de 2012
TEMAS:
Justicia, Bien común, Derecho.
RESUMEN: 1. El mundo que nos rodea y en el que vivimos tiene una
existencia independiente de nosotros mismos.
2. La justicia es anterior a las leyes, las
leyes no son justas por el solo hecho de ser tales.
3. El deber fundamental y primario de la acción
política y de los políticos es un compromiso fundamental para servir al derecho
y a la justicia.
4. Debemos aprender a mirar la naturaleza para
así poder descubrir la justicia que está impresa en ella.
SUMARIO: 1. Primero lo
justo.- 2. ¿Qué es lo justo? - 3. Compromiso por la justicia.- 4. La naturaleza
es justa.
1. Primero lo justo
La realidad de las cosas
nos hace comprender que el mundo que nos rodea y en el que vivimos tiene una
existencia independiente de nosotros y de la percepción sensorial que podamos
tener de la realidad. Las cosas son como son; y ¿cómo son las cosas? Pues
las cosas son como son y no de otra manera. Con estas palabras didácticas y
reiterativas se expresaba un profesor universitario para infundir a sus alumnos
el convencimiento profundo de la existencia objetiva del mundo.
De la experiencia personal de cada uno también
podemos concluir que nuestra inteligencia y razón es la que nos permite conocer
la realidad como extraña a nosotros mismos, aunque tengamos que conocerla por
los medios naturales de que disponemos: los sentidos y la razón.
Pero la existencia de la naturaleza, de los
animales, de las demás personas no depende de nosotros. También conocemos que
existe otra realidad además de la física que vemos y tocamos. Es la realidad
moral de la que participamos los hombres en cuanto que somos seres morales.
Quizá con dificultad racional, pero con segura
intuición, podemos afirmar que en la vida de los hombres hay acciones y
conductas que están mal y otras que están bien. Para condenar la esclavitud no
necesitamos ninguna ley previa que la condene. Someter a esclavitud a otra
persona, hombre o mujer, es un acto ilícito aunque algunas leyes y países no lo
reconozcan así.
Llegamos a la profunda convicción de que la
justicia es anterior al derecho por cuanto las leyes humanas emanadas de la
institución correspondiente —parlamento, poder soberano, monarca absoluto,
emperador— no tienen autoridad superior para definir lo que es justo o injusto.
Si así fuera, por definición, no existirían nunca leyes injustas: por el solo
hecho de ser leyes y tener los atributos propios de la ley ya serían justas.
La historia más reciente nos ha demostrado
trágicamente que no es así. La justicia no emana del pueblo, ni mucho menos
emana de los órganos legislativos del pueblo. Más bien, al contrario, el
derecho y los órganos del Estado de los que emanan las leyes quedan sometidos a
la justicia y tienen el deber de buscarla y promoverla para el bien de todos
los ciudadanos.
El Estado no se inventa la justicia, sino que la descubre, la busca y
la instaura. Luego: la justicia es anterior a las leyes de los estados. Y si
esto es así, cuando una ley de un estado conculca los principios anteriores y
previos de la justicia podemos decir que es una ley injusta y contraria al bien
común.
Será una ley injusta no tanto porque así lo
diga un grupo mayor o menor de opiniones o incluso una mayoría de ciudadanos,
sino que será injusta porque es contraria a lo justo que es anterior a la ley y
a la opinión personal o mayoritaria de cada uno. A estos efectos, podemos
considerar que la voluntad personal viene a constituirse en ley privada de
actuación para cada persona. Utilizando el paralelismo de la analogía se podría
decir que cada persona es soberana para gobernarse conforme a su voluntad y
esta soberanía es la esencia del ejercicio de nuestra libertad. Pero, al igual
que respecto del Estado soberano, la voluntad personal no es una voluntad
autónoma respecto de la ley moral que pueda decidir lo que es bueno o malo a su
antojo.
¿Se imaginan a una persona manifestando que
para ella la esclavitud no es algo malo y, por tanto, somete a esclavitud a las
personas que le rodean?
Podríamos enfocar así la cuestión de la
justicia en el Estado de Derecho. El Estado de Derecho es una organización
política para la consecución del bien común de los ciudadanos entendido como la
paz social, la justicia y el interés general. Entre los fundamentos del Estado
de Derecho se encuentra conseguir el imperio de la justicia en las relaciones
de los ciudadanos. Entre los instrumentos de actuación del Estado de Derecho se
encuentra el Derecho como ordenación de los bienes y de los servicios de una
comunidad. Pero esta ordenación no puede ser caprichosa —no sería lógico—
cuando el fin principal por el cual existe es la consecución de la justicia. El
derecho es inseparable de la justicia[1],
porque un derecho que no sirva a la justicia es un derecho injusto ciertamente,
pero sobre todo, es un contrasentido, porque un derecho injusto deja de ser
derecho.
Es cierto, el derecho no es solamente un
sistema de ordenación o de organización para la atribución de derechos y
obligaciones, sino que tiene un fin último y superior que, por esto mismo, es
un fin exterior al derecho mismo: la obtención de la justicia.
2. ¿Qué es lo justo?
Pero cómo se
descubre lo justo. «Para gran parte de la materia que se ha de regular
jurídicamente, el criterio de la mayoría puede ser un criterio suficiente. Pero
es evidente que en las cuestiones fundamentales del derecho, en las cuales está
en juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría
no basta: en el proceso de formación del derecho, una persona responsable debe
buscar los criterios de su orientación»[2].
En la Roma
pagana, el jurista Ulpiano define la justicia como Iustitia est constans et
perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi —la justicia es la constante y
continuada voluntad de conceder a cada uno su derecho—. A su vez, por derecho
en Roma se entendía: vivir honestamente, no hacer daño a nadie y dar a cada uno
lo suyo.
La justicia es un
valor objetivo, no es un valor o una opinión personal. Porque si se trata de
una opinión personal de cada uno no podemos apelar a la justicia para reclamar
nuestros derechos o la restauración de un daño que nos han infringido.
Solamente si la justicia es un valor objetivo con autoridad común a todos los
ciudadanos y superior a la opinión personal puede tener fuerza moral y jurídica
para obligar a las personas.
La justicia es un
valor común y superior a los hombres y no puede quedar reducido a unos
criterios de reparto de los bienes y derechos. Si así fuera la justicia se
reduciría a unas cuantas normas reglamentarias previamente decididas por los
hombres por mayoría. Si así fuera sería justo que la mayoría decidiera que la
esclavitud es un derecho. Pero no es así.
La justicia no es
dar o repartir cosas a los hombres, sino que la justicia es saber decidir a
quién le pertenece esa cosa. La organización política del Estado de Derecho no
se conforma con que se paguen las deudas, es decir, con que los ciudadanos
actúen con justicia en sus relaciones con los demás, sino que persigue que sus
ciudadanos sean justos por sí mismos. Y en este sentido ser justo no siempre es
equivalente a obedecer las leyes —las leyes injustas desde luego no—, ni
tampoco significa ser igualitario, puesto que el hombre justo debe soportar las
cargas sociales en proporción a su capacidad y esto suele significar que los
poderosos deben soportar más cargas que los demás.
Las leyes son
justas no solamente cuando distribuyen los bienes o establecen unas reglas
sociales aceptadas por la gran mayoría, sino que la justicia de las leyes se
mide además porque va más lejos de esos actos de mera ordenación o de
organización social y llega hasta los actos de valor: por ejemplo, no abandonar
las filas en un combate, guardar la paz social, contribuir al progreso social[3]. Para la gran
mayoría de las cuestiones puede ser suficiente el criterio de la mayoría de los
ciudadanos, pero para las cuestiones fundamentales del derecho, donde está en
juego la dignidad del hombre y de la humanidad, el principio de la mayoría no
basta, como recordó Benedicto XVI en su viaje a Alemania.
Sin embargo,
estas cuestiones fundamentales que afectan a lo más esencial del hombre no son
evidentes para todos los hombres y pueblos, aunque eso no quiere decir que no
puedan ser conocidas por los hombres de ninguna manera. Pero lo que sí es
cierto es que esas cuestiones fundamentales existen y la humanidad sí las
reconoce, aunque no todas en la misma medida.
La justicia no es
una convención humana o el resultado de un compromiso, porque la justicia viene
determinada previamente por la existencia del mismo hombre. Las cosas y
situaciones son justas porque hacen justicia al hombre. Es el hombre el que
determina la necesidad de hacer justicia primero con él y luego en sus
relaciones con otros hombres.
Contra esta
concepción objetiva y universal de la justicia se opone radicalmente la
concepción relativista de la justicia que entiende que los criterios de
justicia dependen de una determinada concepción de la sociedad, de la
organización política y hasta del mismo hombre. Concepción relativista que es
esencialmente personal de cada hombre y, por tanto, subjetiva. Así, la
concepción relativista de la justicia queda a merced de quienes tengan el poder
de crear opinión e imponerla a los demás en cada momento.
Se ve fácil que
si la justicia fuera relativa y subjetiva podrían coexistir tantos conceptos de
justicia como parlamentos existan y, lo que es peor, podrían coexistir dos
conceptos diametralmente opuestos sobre la justicia: para unos la esclavitud
sería un derecho mientras que para los otros la esclavitud es una injusticia.
3. Compromiso por la justicia
El deber
fundamental y primario de la acción política y de los políticos es un
compromiso fundamental para servir al derecho y a la justicia. En el momento
histórico actual en el que el progreso científico le ha permitido al hombre
llegar a límites insospechados hasta hace pocas décadas atrás, adquirir un
compromiso por la justicia y encauzar —que no limitar— el progreso en todos sus
ámbitos hacia la paz social, la justicia y el bien común es una obligación
política ineludible.
La política no
puede ser un instrumento de poder y de organización, sino que debe reconocerse
como la búsqueda y consecución de la justicia en la sociedad. A este criterio
de la justicia se debe someter cualquier otro objetivo político de manera que
valorado con esta nueva luz no se permita su existencia si no contribuye a
hacer el mundo y la vida del hombre más justa.
Para conseguir
que el político —es decir, cualquier ciudadano— adquiera esta convicción por la
justicia es necesario que reciba la adecuada formación cultural y moral que le
permita al menos sospechar que la justicia es un valor a conseguir y que ese
valor además es objetivo y universal. Es necesario enseñar que la justicia no
es un capricho personal, sino una necesidad vital del hombre.
La primera tarea
política es el mismo hombre y su formación moral. De este objetivo dependerá el
éxito de cualquier. El respeto de la persona debe estar en el centro de las
instituciones y de las leyes para proponer objetivos políticos justos y
apropiados a la dignidad de la persona.
La primera
necesidad política del Estado de Derecho debería ser la capacidad de distinguir
el bien del mal[4] y así establecer un
verdadero derecho y servir a la justicia y la paz.
4. La naturaleza es justa
La naturaleza es
apropiada para el hombre y hasta se puede afirmar que el hombre forma parte de
la naturaleza además de tener su propia naturaleza, la humana. La naturaleza es
justa porque es un bien para el hombre. La primera formación del hombre
consiste en enseñarle a reconocer su propia naturaleza y poder admirar la
imagen del Creador que lleva impresa en su corazón[5].
Debemos aprender
a ver, aprender a mirar la naturaleza para así poder descubrir la justicia que
está impresa en ella. La justicia es natural y lo injusto será contrario a la
naturaleza. Esta es la auténtica ecología de la Creación. La ley natural ordena
la naturaleza hacia el bien común y la justicia y las leyes humanas no pueden
transgredir la ley natural so pena de incurrir en grave injusticia.
El hombre tiene
raciocinio y es capaz de «leer» en la naturaleza que le rodea. Debemos aprender
a leer sabiendo no solamente mirar la naturaleza, sino admirarla y ver en el mundo que nos rodea no solamente
una sucesión de causas y efectos mecánicos, sino un origen trascendente y
creador que explica nuestra existencia y ordena todo al mismo principio
creador. Si no conseguimos leer la naturaleza de esta manera todo carecerá de sentido
al no poder conocer el origen de la primera causa no causada, ni tampoco
entender el fin último de todas ellas.
Aprender de la
naturaleza implica para el hombre la aceptación de que no se ha hecho a sí
mismo, sino que es criatura, es racional y es amado. A esto puede llegar a
conocerlo por su racionalidad al comprender que el hombre no se da a sí mismo
la vida ni la propia existencia.
En la propia
naturaleza del hombre también se encuentra la propia ley interior de su
conciencia que le sugiere criterios morales de actuación que al referirse a
hacer el bien y evitar el mal debemos reconocer como la primera ley justa que
conoce todo hombre.
«El respeto de la persona humana
implica el de los derechos que se derivan de su dignidad de criatura. Estos derechos
son anteriores a la sociedad y se imponen a ella. Fundan la legitimidad moral
de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a reconocerlos en su
legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral. Sin este
respeto, una autoridad sólo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para
obtener la obediencia de sus súbditos. Corresponde a la Iglesia recordar estos
derechos a los hombres de buena voluntad y distinguirlos de reivindicaciones
abusivas o falsas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1930). ■
Felipe Pou Ampuero
[1] Benedicto XVI, Audiencia
al Tribunal de la Rota
Romana , Ciudad del Vaticano, 9 de enero de 2012.
[2] Benedicto XVI, Viaje
a Alemania, Discurso en el Reichstag, Berlín, 22 de septiembre de 2011.
[3] Cfr. Aristóteles, Moral
a Nicómaco, libro quinto.
[4] Benedicto XVI, Viaje
a Alemania, Discurso en el Reichstag, Berlín, 22 de septiembre de 2011.
[5] Ernesto Juliá Díaz, ¿Quién
es el hombre?
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