sábado, enero 27, 2024

118. Social

 

En la convivencia social el hombre se realiza.

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Dios puso al hombre en el paraíso y le presentó todos los animales para que les pusiera nombre y dominara sobre ellos. Pero el hombre se sentía solo porque no encontraba la compañía adecuada. Solamente al ver a la primera mujer el hombre es capaz de exclamar «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (Gn 2, 23).

La primera admiración del hombre sólo tiene lugar al ver a la mujer –alguien como él– que sí resulta ser su compañía adecuada. Al ver a otra persona  el hombre es capaz de comprender la grandeza de la creación y también su propia dignidad y su diferencia esencial sobre el resto de todo lo creado.

El hombre ha sido creado para vivir con los demás hombres y solamente en la convivencia social podemos percibir la grandeza del hombre y su capacidad de desarrollo. El hombre es por naturaleza un ser social y la vida comunitaria no es algo ajeno y extraño a los hombres.

Sin embargo, esta naturaleza social del hombre podría entenderse sólo en el sentido de vivir en compañía con otros hombres y mujeres. Pero el hecho de vivir en comunidad no es sólo una cuestión de cercanía física. La sociabilidad humana afecta a la propia vida del hombre. Los hombres se necesitan recíprocamente unos de otros para reconocerse como hombres en su pleno sentido. Y esto implica que la vida social no se limita solamente a una cercanía física, sino que también implica una cercanía del corazón. El “vivir con los demás” se debe entender, entonces, como un “vivir para los demás”, porque en la soledad el hombre acabaría siendo un extraño para sí mismo.

El hombre solitario, el que vive desinteresado de los demás hombres, el que ignora a los que le rodean, no es un hombre realizado y no podrá alcanzar una vida lograda. El hombre antisocial es un hombre dañado, herido, que termina por no comprenderse como hombre, del mismo modo que el primer hombre no encontraba una compañía adecuada entre toda la creación. Nada es suficiente para realizar una vida si no es para poder compartirla y hasta entregarla a los demás.

Este carácter social del hombre se manifiesta, en primer lugar, en la propia familia. El hombre necesita de la familia para poder vivir y desarrollarse en los primeros años de su existencia, pero como la vida del hombre no se limita solo a su existencia biológica, la familia es la primera escuela de sociabilidad del hombre. En la familia el hombre aprende a vivir “con” los demás y “para” los demás, aprende a ser un don para los otros y a recibir el don de los demás para su propia vida. La naturaleza social del hombre no se opone a la naturaleza familiar, sino que la predispone y la integra: es familiar por ser social y es social en lo familiar.

La reunión de varias familias forma un núcleo de población donde los hombres desarrollan su propia vida. Podemos concluir que la sociedad será cada vez más humana en la medida en que la convivencia social  sea capaz de integrar y asumir los valores familiares.

Una sociedad en la que se valore y reconozca a cada persona como lo sería en su propia familia será una sociedad que sitúe al hombre en el centro de todos sus valores y fines. Donde se valore a cada persona por su dignidad al margen de las demás habilidades o capacidades personales, donde se reconozca que “el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene” (Gaudium et Spes, n.35).

 

Bibliografía

1. Gaudium et Spes, n. 24, 25, 35.

2. Catecismo Iglesia Católica, n. 1882 y ss.

3. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Pontificio Consejo “Justicia y Paz”. n. 149, 295.

4. Francisco, Enc. Laudatio si, Ciudad del Vaticano 24 - V - 2015. n. 213.

5.  San Juan XXIII, Enc Pacem in terris, n.36.

6.  San Juan Pablo II Enc centesimus annus, n.48.