EL SENTIDO DE LA VIDA
Fecha: 01 de octubre de 2005
TEMAS: Persona, libertad.
RESUMEN: El hombre puede conocer el sentido de su vida. Para ello debe conocerse tal como es. El hombre es imagen y semejanza de Dios y esta relación originaria es la única capaz de definir la realidad del hombre. Sólo el amor dignifica al hombre y lo realiza plenamente. Sólo un compromiso de amor definitivo da sentido a la vida.
SUMARIO: 1. El sentido de la vida: un compromiso.- 2. El cuerpo.- 3. El espíritu.- 4. Un compromiso.
1. El sentido de la vida: un compromiso
Ya desde la antigüedad la búsqueda de la verdad se expresaba en la frase del oráculo de Delfos: «¡Conócete a ti mismo!»[1]. El hombre que pierde el interés en conocer el sentido de su propia existencia soporta una gran desgracia: deja de conocer la verdad de sí mismo y se encuentra perdido en la tarea de construir su vida.
Ante todo, deja de reconocerse como persona, esto es, dotado de una naturaleza racional que le permite conocer la verdad y entablar relaciones personales con los demás, capaz de enriquecerse. La razón última de esto es la existencia de un planteamiento dualista que separa como mundos distintos el mundo del cuerpo –que es la materia– y el mundo del espíritu –que es la libertad–[2]. En efecto, cuerpo y alma son inseparables: están o se pierden juntos[3].
2. El cuerpo
El primer mundo, el de la materia, entiende que el cuerpo no forma parte de la persona, sino que es un material bruto no sometido al mundo del espíritu, sino dominado sólo por las leyes de la biología, de la física y de la sicología. En tal caso, el cuerpo queda a merced de los instintos y de las pasiones y sólo es válido lo que apetece, lo que gusta en cada momento. Este mundo material tiene como aspiración la abundancia económica, las emociones, el prestigio y el poder sobre los demás lo cual se consigue plenamente si se tiene la necesaria independencia que resulta del hecho de no estar comprometido con nada ni con nadie.
Para este mundo, el hombre se valora sólo por lo que puede hacer o conseguir en función de su productividad en el trabajo. Un trabajo que llega a ahogar cualquier otra exigencia de la persona al no dejar cabida a la realización personal en la propia familia o en la amistad. Se acaba sacrificando todo a un sistema de producción competitivo, impersonal y tiránico donde sólo tiene sentido el éxito final. Se acaba cumpliendo en la propia vida el principio que justifica los medios empleados por el fin perseguido y no siempre alcanzado, es decir, por el éxito social.
Esta concepción de la vida tiene como resultado el escaso tiempo para la convivencia familiar que hace que se debiliten las relaciones personales. Las cuestiones de fondo no se dialogan porque no se les dedica el tiempo necesario y se convierte la convivencia familiar en una simple coexistencia pacífica que no dé problemas o, por lo menos, que los disimule.
Pero el precio que exige la independencia es la soledad y la búsqueda del éxito no siempre conseguido genera frustración. La combinación de la soledad y la frustración llevan a la tristeza.
3. El espíritu
El segundo mundo, el de la libertad separada de la materia entiende la libertad como la ausencia de limitaciones. Una libertad sin condiciones. La libertad queda reducida a una simple elección de cosas y opciones según el gusto o las apetencias personales, al margen o sin tener en cuenta la verdad del mismo hombre, como si el hombre pudiera hacerse a sí mismo de cualquier manera, prescindiendo de las leyes de la naturaleza. Si cada hombre puede hacer lo que quiera y si todos los hombres pueden hacer lo que quieran habrá que concluir que la libertad así entendida sólo puede tener como límite las libertades de los demás hombres. Todo es posible con tal de no violentar la libertad de los demás. Se termina justificando los propios actos siempre que no violenten a los otros, sin que nos importe que sean buenos o malos en sí mismos o en referencia a un fin superior.
El hombre se construye un mundo personal irreal, de fantasía, porque no se ve a sí mismo como realmente es –un cuerpo animado por un espíritu, una libertad encarnada en una materia–, sino de una manera fragmentada en dos mundos independientes que se ignoran entre sí. La libertad que no tiene otro fin más que la elección de cosas no es una libertad para algo, sino que se convierte en una libertad de elección. Y esta libertad de elección no estará al servicio de la persona sino que, más bien, utilizará a la persona llevándola y trayéndola de un lado para otro como una marioneta. Convierte a la persona en un ser incapaz de amar, donde las relaciones conyugales y familiares y hasta la amistad serían una pesada carga que quita libertad, causa de sufrimiento e infelicidad.
Esta libertad sin sentido ha conducido a la llamada libertad sexual que ha traído consigo tres rupturas en la construcción de la persona:
a) La primera ruptura es la que separa la sexualidad del matrimonio dando lugar al llamado amor libre, sin compromiso.
b) La segunda ruptura es la que separa la sexualidad de la procreación. El sexo es para disfrutar y no para procrear. La misma procreación separada de la sexualidad queda en manos de la propia elección y así se llega a la procreación sin sexualidad e incluso a reclamarla como un derecho de la persona a tener un hijo por el medio que sea y por la sola causa de desearlo vivamente.
c) La última ruptura es la separación de la sexualidad y el amor. El amor aparece como algo ajeno a la sexualidad que puede aparecer o no, de manera que sería necesario probarse sexualmente antes de saber si se puede amar de verdad a otra persona. En todo caso, no cabría un amor sin condiciones.
Pero esta libertad sexual todavía pervive en la sociedad por medio de dos realidades: a) los nuevos derechos de la libertad sexual –anticoncepción, modelo de familia, aborto, elección de la propia sexualidad–, b) la ideología del género, en el intento de presentar el género sexual como un producto cultural, que supone concebir la sexualidad de la persona como algo ajeno a su propia identidad.
4. Un compromiso
Pero este planteamiento dualista –el del cuerpo y el del espíritu– deja la vida del hombre vacía de sentido, sin ganas de vivir. Porque sólo un amor que compromete la vida definitivamente da sentido a la vida para merecer la pena vivirla.
La causa de esto es que el hombre ha suprimido a Dios del horizonte de su existencia y no reconoce nada superior a sí mismo, ni ninguna limitación o condición que no venga determinada por sí mismo. Se ha vuelto a repetir el seréis como dioses en un intento del hombre de crearse a sí mismo. Pero Cristo conoce lo que hay en el corazón del hombre porque Él es quien lo ha creado, revela la auténtica verdad sobre qué es el hombre, es decir, un ser creado a imagen y semejanza de Dios.
Resulta, entonces, que al hombre hay que conocerlo desde el punto de vista de quien lo ha hecho: desde la fe revelada por Cristo que trae de nuevo el plan de Dios sobre el hombre, aquello para lo que fue creado a su imagen y semejanza. Nos remite al momento mismo de la creación del hombre para decirnos la verdad sobre el hombre, por encima de los convenios, acuerdos u opiniones sociales. El hombre es lo que Dios ha creado y como Dios lo ha creado. El hombre no es lo que él mismo se piensa que es.
La medida última del hombre no es el cosmos inmenso, ni la sociedad en la que se encuentra, ni la tecnología que le acompaña, ni los avances de las ciencias. El hombre es imagen y semejanza de Dios y esta relación originaria es la única capaz de definir al hombre como lo que realmente es.
Y ¿cómo creó Dios al hombre? Es la fe quien nos lo revela. El hombre ha sido creado con cuerpo y alma, con materia y libertad. Pero no como dos mundos separados y divididos, sino, al contrario, como un solo mundo «el hombre es, de hecho, alma que se expresa en el cuerpo y cuerpo que es vivificado por un espíritu inmortal»[4]. Es la dignidad humana.
El hombre no debería ser otra cosa que lo que realmente es: un cuerpo con espíritu que da gloria al Creador. La unión del cuerpo y el espíritu es lo que forma la persona, no sólo el uno o sólo el otro. La persona no es un animal, porque tiene razón. Pero tampoco es un ángel, porque tiene cuerpo. El hombre tiene las limitaciones propias de la materia: el tiempo, el espacio, el ambiente, los instintos, las apetencias, las pasiones buenas y las pasiones malas, etc. Y este cuerpo conforma el espíritu del hombre.
El hombre es un cuerpo de hombre y un espíritu de hombre con semejanzas a los animales y con semejanzas a los espíritus, pero sin confundirse ni con unos ni con otros. La dignidad del hombre tiene su causa en la imagen y semejanza con Dios que vio que era bueno, que lo amó. Y el hombre es capaz de amar a imagen de su Creador. Sólo el amor dignifica al hombre y lo realiza plenamente. Ni la abundancia económica, ni el prestigio profesional o el éxito o los triunfos dignifican al hombre, todo eso no le hace digno.
La independencia, la ausencia de compromisos, el no tener complicaciones no hace digno al hombre, sino que lo conduce a la soledad y a la violencia antisocial. El hombre sólo es digno si es capaz de amar y de amar a su Creador y por Él a todos los demás hombres. En una sociedad cuyos ídolos son el placer, las comodidades y la independencia, el gran peligro está en el hecho de que los hombres cierren el corazón y se vuelvan egoístas[5].
Así la libertad tiene un sentido y un fin: el amor. Se revela que la libertad no es para elegir cosas sino para amar. Y que el amor es un compromiso que se quiere, que se elige y que se cumple. La verdad sobre el hombre no es un convenio o acuerdo entre distintas opciones, sino una convicción, un verdadero compromiso con su imagen y semejanza.
La leyes biológicas o físicas no son las únicas que definen al hombre. Sobre todo son las leyes morales las que definen al hombre, le muestran el camino de su verdadera imagen.
Felipe Pou Ampuero
[1] Cfr. Juan Pablo II, Fe y Razón, , n. 1.
[2] Conferencia Episcopal Española LXXVI Asamblea Plenaria. Instrucción pastoral: La familia santuario de la vida y esperanza de la sociedad. Ed. Palabra, Madrid, 2001, nn. 23 y ss.
[3] Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n. 49.
[4] Benedicto XVI, Discurso inaugural del Congreso Eclesial de la Diócesis de Roma sobre “Familia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe”. 6 de junio de 2005.
[5] Cfr. Juan Pablo II, Homilía en el Capitol Mall (Washington), 7 de octubre de 1979.
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