El cuerpo no es simplemente el lugar donde vivimos, sino que
manifiesta la propia persona.
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Para algunos la persona está compuesta de un
cuerpo y de un espíritu. Según ellos, el cuerpo sería un material bruto sin
significado personal y que está sometido a las leyes de la biología y la
psicología; en cambio, el espíritu sería la parte noble de la persona, donde
radica su libertad. Esta visión dualista de la persona es falsa. La auténtica
concepción de la persona reside en la unidad de cuerpo y alma.
La persona humana es un ser unitario de cuerpo
y espíritu. Quienes reducen la persona a su cuerpo y a sus cualidades, acaban
reconociendo la superioridad de un sexo sobre otro, del fuerte sobre el débil,
del sabio sobre el necio, de la guapa sobre la fea y no reconocen la misma
dignidad a todas las personas. Sin embargo,
hay algo que nos hace a todos iguales: todos tenemos un cuerpo, por eso podemos
decir que la persona “es” corporal y no decimos que la persona “tiene” un
cuerpo.
Y quienes reducen la persona a un espíritu
consideran la existencia humana como algo materialista y sucio que carece de
valor, despreciable, y acaban negando el valor y la belleza de la vida
cotidiana y de todos sus acontecimientos y hasta de las mismas personas a las
que acaban considerando seres inferiores por estar dotados de materia corporal.
El cuerpo no es algo externo a la persona. No
es simplemente el lugar donde vivimos, sino que manifiesta la propia persona.
La persona es la unidad del cuerpo y el alma y por eso hacer algo en el cuerpo
es hacerlo en la propia persona. Cuando tatúo mi cuerpo me tatúo yo mismo;
cuando desnudo mi cuerpo me desnudo yo mismo y cuando enseño mi cuerpo como si
fuera mercancía disponible, me convierto en algo que se puede usar y tirar.
El cuerpo nos descubre algo importante: nuestro
cuerpo no lo hemos elegido nosotros, sino que lo hemos recibido al igual que la
vida misma. El cuerpo nos recuerda que somos un don de Dios, que la vida la
hemos recibido de Dios como fruto del amor de nuestros padres. Y el recién
nacido tampoco es capaz de sobrevivir por sí solo, necesita el cuidado y el
cariño de sus padres para llegar a ser adulto. El cuerpo nos recuerda que somos
un don de otros y que también somos un don para otros a los que podemos
comunicar la vida y cuidar.
El cuerpo humano no se reduce a su dimensión
biológica, sino que participa de la dignidad de la persona humana y por eso mi
cuerpo es digno, es valioso, no es un objeto. El cuerpo no es una cosa como
tantas otras sin valor especial. El cuerpo es personal, expresa mi propia
persona, soy yo mismo y tengo que aprender a tratar y manifestar mi cuerpo de
una manera digna conforme a la dignidad que le corresponde.
El pudor corporal se manifiesta entonces como
una invitación a buscar a la persona más allá de su propio cuerpo. El acto de
pudor es, en el fondo, una petición de reconocimiento, es como si quien fuera
mirada o deseada le dijera: «si te fijas sólo en mi cuerpo no podrás ver mi
corazón». La esencia del pudor se encuentra en la personalización del propio
cuerpo. El impúdico presenta su propio cuerpo como un simple objeto que llama
la atención de manera inmediata y oculta la persona que habita dentro del
mismo.
A veces, se trata de un centímetro de más o de
menos. Pero en ese pequeño recorrido se encuentra la diferencia entre ser
mirada como un objeto de deseo o como una persona. No es sólo una cuestión de
más o menos tela.
La persona humana no es un cuerpo unido a un
espíritu que no se mezclan; algo así como una piedra encima de otra piedra que
se pudieran separar. La unión del cuerpo y del alma da lugar a una nueva
naturaleza distinta de sus componentes previos a la que llamamos humana.
BIBLIOGRAFÍA
1. José Luis Méndez y Juan Barbeito, Una vida
lograda, Ediciones Palabra, Madrid 2021, p. 75.
2. Catecismo de la Iglesia Católica, 365.
3. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes,
n. 29.
4. Conferencia episcopal española, La verdad
del amor humano. Orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de
género y la legislación familiar. n. 19
5. Mikel Gotzon Santamaría Garai, Saber amar
con el cuerpo, Eunsa, Pamplona,
1996, p.111