Temas: Moral, verdad, persona.
Resumen: El obrar humano no puede ser valorado como moralmente bueno
simplemente porque la intención del sujeto sea buena o porque tiene la voluntad
general de no pecar o de amar a Dios.
La llamada moral de situación
sostiene que “la bondad o malicia de la acción humana no viene dada por una ley
universal e inmutable, sino que se determina por la situación en que el
individuo se halle”. Del estado anímico o circunstancial se quiere hacer
depender la moralidad de la acción.
La cultura actual exalta la
libertad y la conciencia individual hasta tal extremo que, según las
circunstancias y el lugar, se llega a dudar de la obligatoriedad de los
Mandamientos como expresión de la ley moral universal.
Esta exaltación de la libertad
individual llegaría a considerar la propia conciencia como ley moral de cada
hombre fundada en su propia voluntad: «yo
pienso…, a mí me parece…, yo creo que…». De tal manera que el Magisterio de la Iglesia
no tendría autoridad para intervenir en materia moral dictando instrucciones
vinculantes por cuanto tal actuación supondría una violación de la libertad individual
que convertiría al hombre en un «esclavo»
de la ley moral y le privaría de su «bien
más preciado» que es su libertad.
Estas corrientes de pensamiento
moderno olvidan que la libertad del hombre tiene como premisa esencial la
felicidad del hombre. Porque cuando la libertad se aparta de la verdad el
hombre queda encadenado al error y pierde la felicidad.
La Ley moral, los Mandamientos,
no son una limitación de la vida del hombre o la negación de su libertad. Con
el «no cometerás…» no se priva al hombre de su libertad, no se ahoga su
existencia, sino que, al contrario, la Ley moral señala al hombre el camino de
la verdadera felicidad y le enseña los principios de su correcto vivir. Así
pues, los Mandamientos no limitan al hombre, sino que le enseñan a ser mejor
hombre y solamente marcan el mínimo indispensable para una vida correcta
permitiendo que el hombre aspire a ser mejor.
La ley moral es ley universal
para todos los hombres y para todas las épocas de los hombres porque no es una
ley coyuntural o histórica de un tiempo concreto, sino que es la ley que rige
la bondad de los actos del hombre en cuanto tal hombre como existe desde
siempre.
La conciencia personal debe aplicar
la ley moral universal a cada acto del hombre. Es posible que en un caso
concreto el hombre se equivoque y, si existiera ignorancia invencible, el acto —malo
en sí mismo— no sería imputable al hombre, pero tal acto aunque no imputable
seguiría siendo un acto malo. En ningún caso la conciencia puede definir o
cambiar la ley moral y convertir en acto bueno lo que es un acto malo.
El obrar humano no puede ser
valorado como moralmente bueno simplemente porque la intención del sujeto sea
buena o porque tiene la voluntad general de no pecar o de amar a Dios. No es
suficiente la buena intención para calificar de bueno a un acto, sencillamente
porque la buena intención no es independiente de la ley moral. Es decir, la buena
intención será buena porque se ajusta a la ley moral, no porque haya un deseo general de ser bueno.
La libertad del hombre no
consiste en una libertad «respecto de» la verdad, sino que siempre es una
libertad «en» la verdad puesto que solo Dios tiene el poder de decidir lo que
está bien y lo que está mal. La verdad no se elige puesto que no existen varias
verdades equivalentes; la verdad se acepta.
Cualquier acto humano es malo o
contrario a la ley moral cuando es contrario a alguno de los preceptos de la
ley moral: los «Mandamientos de la ley de Dios», aunque la intención del sujeto
fuera buena e incluso aunque el sujeto no pretenda ofender a Dios, puesto que
la ofensa de la ley moral ya es ofensa de Dios que es su legislador.
La verdad sobre el hombre no es
una simple opinión personal de cada hombre sobre sí mismo y sus circunstancias.
La verdad sobre el hombre es la visión divina del hombre que se expresa en la
ley moral universal y se concreta en los Mandamientos. La propuesta de esta ley moral en toda su
integridad y sin alterar ni ocultar su contenido comporta una exigencia
derivada de la propia dignidad de cada hombre que no se debe rehusar.