Fecha: 1 de diciembre de 2008
TEMAS: Cuerpo, Religión, Fe.
RESUMEN: 1. Es todo el hombre en su integridad, cabeza y corazón, el que cree en Dios y con Él se relaciona y vive.
2. Porque no vivimos al margen o con independencia de nuestro propio cuerpo, sino que, al contrario, vivimos y rezamos dentro de nuestro propio cuerpo y con nuestro cuerpo. El cuerpo manifiesta y exterioriza nuestra forma de vivir y de rezar.
3. La adoración de Dios es el acto que sitúa al hombre en presencia física de un ser superior al que reconoce como superior a todo hombre y a sí mismo y ante el que se arrodilla y se somete. La liturgia nos dice que Dios es un misterio para el hombre y también nos dice que el hombre es un ser complejo, compuesto de cabeza y corazón.
4. Y como quien reza es todo el hombre y no solo su cabeza, se debe rezar no solamente con fórmulas teológicamente exactas, sino también de una manera bella y humanamente digna.
5. La liturgia nos sitúa ante la presencia de un Dios verdadero, que es Cristo, pero que no solamente es el Jesús histórico que existió hace dos mil años y del que nos queda un buen recuerdo, sino que es el único Dios, de manera que seguir a Cristo es seguir al verdadero Dios.
6. La materialidad del cuerpo y de la liturgia nos hace ver la belleza de la oración y del acto de adoración a Dios. La expresión del culto y del amor a Dios tiene lugar, no como una formalidad impuesta, sino como la manera humana de amar.
SUMARIO: 1. Por quién se encienden las velas.- 2. Celebración.- 3. Adoración.- 4. El coloquio
1. Por quién se encienden las velas
Cuando entramos en una iglesia nos encontramos con imágenes, con cuadros, con alguna planta, con muchas velas encendidas y, al frente, presidiendo el edificio, una «cajita dorada», más bien pequeña, y donde, desde luego, cabe poca cosa. A los ojos de un hombre moderno cabría preguntarse qué significa todo aquello.
Las velas encendidas siempre recuerdan una presencia, un motivo, la memoria de una intención, las velas siempre han remitido al hombre hacia otra persona, a la que van dirigidas. Pero en esa iglesia, en silencio, no se ve a nadie. Podemos llegar a sentir la tentación de que todo aquel escenario de las velas, los cuadros y la «cajita» a la que llaman sagrario, es una representación escénica, un pequeño teatro que no tiene existencia real y que se trata sólo de una idea, de una composición mental, del buen deseo de Dios que tenemos los hombres. Podemos llegar a tener la tentación de creer que esas velas encendidas no están porque en ese sagrario esté Dios, sino porque nos lo estamos imaginando.
Claro, todo adquiere sentido si estamos seguros de que en ese sagrario quien está es el Dios verdadero, de una manera misteriosa, que no podemos comprender, pero real y verdadera. Entonces, las velas, los cuadros, la «cajita» y hasta nuestra presencia en la iglesia es por Él y para estar con Él.
Algunos hombres piensan que ser cristiano es amar a Dios y solamente amar a Dios, como si pudieran prescindir de su cabeza y de la razón para creer en Dios, en el Dios de la Razón. Otros, por el contrario, piensan, que el sentimiento es una debilidad humana que debe ser superada y a Dios sólo se le debe la razón sin corazón. Y, con frecuencia, todos nos olvidamos que Dios ha hecho al hombre con cabeza y corazón, espíritu y cuerpo, y es todo el hombre en su integridad, cabeza y corazón, el que cree en Dios y con Él se relaciona y vive.
El hombre no puede olvidar su cuerpo, vivir como si su cuerpo fuera prescindible. Además de ser imposible es un gran error porque nuestro cuerpo estará siempre ahí, esperándonos y exigiendo sus derechos que, desde luego, también los tiene. ¿Acaso podríamos decir que una persona está rezando cuando está en la iglesia mientras con sus pensamientos está en la oficina? Y sin embargo, ¿podríamos decir que también reza el que tiene su pensamiento en la oración mientras su cuerpo se encuentra desparramado por el lugar? En ambos casos es posible que pueda rezar, pero no rezará de una manera íntegra y humana.
Y es que la persona es una unidad y para rezar bien se debe rezar, a la vez, con la cabeza y con los sentidos. Porque no vivimos al margen o con independencia de nuestro propio cuerpo, sino que, al contrario, vivimos y rezamos dentro de nuestro propio cuerpo y con nuestro cuerpo. El cuerpo manifiesta y exterioriza nuestra forma de vivir y de rezar. No podemos prescindir del cuerpo, estaríamos muertos y ya no seríamos nosotros. Cuando vivimos sin contar con nuestro cuerpo estamos viviendo a medias, sin enterarnos de la otra mitad de la vida, la que se siente o la que se razona.
2. Celebración
En la antigüedad, la liturgia era el conjunto de ritos y ceremonias que los sacerdotes y los levitas realizaban en nombre del pueblo al ofrecer sacrificios en el Templo. Los primeros cristianos, con la palabra liturgia se referían no al sacrificio de los judíos en el templo, sino al único sacrificio de Jesucristo.
Por medio de la liturgia se expresa el culto a Dios. Y con estas ceremonias y ritos la liturgia pretende introducir al hombre en el misterio de Dios, llevándolo desde lo visible hasta lo invisible, pero real y verdadero. Desde lo que es signo y significado hasta la misma realidad de Dios que está presente realmente en el sagrario.
Con la celebración los cristianos no estamos representando un trabajo para un Dios lejano y desconocido al que nadie ha visto y oído, sino que estamos ofreciendo el único sacrificio verdadero de la Eucaristía donde Cristo, que es Dios, actúa para la transformación de los hombres.
Por medio de la liturgia, los hombres reconocemos que Cristo es Dios y que está presente de verdad ahí, aunque nuestros ojos no vean, nuestra cabeza no comprenda, nuestros sentidos no sientan. Porque los cristianos sabemos que Dios es más que nuestra cabeza, nuestros sentidos y nuestra razón, pero tampoco es ajeno a nuestra humanidad.
La adoración de Dios es el acto que sitúa al hombre en presencia física de un ser superior al que reconoce como superior a todo hombre y a sí mismo y ante el que se arrodilla y se somete. No basta con someter la cabeza y dar por entendido que ya se ha sometido todo lo demás, porque no es así, el propio cuerpo nos traiciona. También es necesario someter al cuerpo y bajar la rodilla hasta el suelo para que toda la persona reconozca a Dios y diga con la cabeza y con el corazón que no existe otro dios superior al verdadero Dios.
3. Adoración
Porque el hombre que no adora a Dios no está reconociendo a Dios en verdad, sino que no reconoce a otro dios que no sea él mismo. Y de esta manera se convierte en un pequeño diosecillo que se adora a sí mismo y para el que los demás hombres se convierten en seres inferiores —no iguales— que también deben adorarle a él como si fuera el «único dios verdadero».
La liturgia nos dice que Dios es un misterio para el hombre y también nos dice que el hombre es un ser complejo, compuesto de cabeza y corazón, espíritu y cuerpo, inteligencia y sentimientos, y que en su integridad se relaciona con ese Dios al que no comprende por completo pero que sabe que le ama tal como es.
Así, por medio de la liturgia, se entabla entre la tierra y el cielo una especial comunicación en la que se encuentra la acción del Señor y el canto de alabanza de los fieles[1]. Y como quien reza es todo el hombre y no solo su cabeza, se debe rezar no solamente con fórmulas teológicamente exactas, sino también de una manera bella y humanamente digna. Así, en la liturgia bien celebrada, es posible entrever la grandeza del misterio de amor que se vive en la santa Misa y que tiene como protagonista a Dios que viene en medio de nosotros y nos habla[2].
La exteriorización del culto público a Dios es, antes que nada, un acto de adoración dirigido al mismo Dios, que lo ve y lo presencia, y también, es un acto dirigido a nosotros mismos que por medio de nuestros sentidos también nos damos cuenta —conocemos— lo que allí está sucediendo. Pero la adoración también es una manifestación a los demás hombres de quién es Dios y cómo es el Dios verdadero. Al presenciar el acto de adoración percibirán que no se trata de una simple anécdota, sino que allí está sucediendo algo importante.
La liturgia nos sitúa ante la presencia de un Dios verdadero, que es Cristo, pero que no es solamente el Jesús histórico que existió hace dos mil años y del que nos queda un buen recuerdo, sino que es el único Dios, de manera que seguir a Cristo es seguir al verdadero Dios.
4. El coloquio
El elemento fundamental de la verdadera celebración es la consonancia entre lo que decimos con los labios y lo que pensamos con el corazón[3]. La liturgia no pretende invitar a una especie de teatro, de espectáculo falso, de cartón, sino a una interioridad que se hace sentir y resulta aceptable y evidente para los que asisten a la celebración.
Por tanto, la celebración que exterioriza la liturgia es una verdadera oración y coloquio con Dios, de Dios presente con nosotros y de nosotros con Dios. No se trata, entonces, de una iglesia vacía, llena de velas encendidas. Es la casa del Señor porque allí está Dios. Y ante ese Dios que ha venido a encontrarse con el hombre nos parecen poco las palabras y las ideas y también le queremos rezar con nuestros sentidos cuidando las formas, las expresiones, la música, la entonación, la iluminación... todo para dar gloria al mismo Dios a quien damos gloria con la inteligencia.
La materialidad del cuerpo y de la liturgia nos hace ver la belleza de la oración y del acto de adoración a Dios. La expresión del culto y del amor a Dios tiene lugar, no como una formalidad impuesta, sino como la manera humana de amar. No se ama sólo con las ideas, sino también con la cercanía física.
«La sagrada liturgia nos da las palabras; nosotros debemos entrar en estas palabras, encontrar la concordia con esta realidad que nos precede, (...) de forma que no sólo hablemos con Dios como personas individuales, sino que entremos en el “nosotros” de la Iglesia que ora»[4].
Felipe Pou Ampuero
[1] Juan Pablo II, Ciudad del Vaticano, Audiencia 26 de febrero de 2003.
[2] Andrea Tornelli, Las sorpresas que puede deparar Benedicto XVI, según un vaticanista, www.zenit.org, 22 de mayo de 2005.
[3] Benedicto XVI, Castel Gandolfo, 31 de agosto de 2006.
[4] Benedicto XVI, Castel Gandolfo, 31 de agosto de 2006.